Juego de reinas by Sarah Gristwood

Juego de reinas by Sarah Gristwood

autor:Sarah Gristwood [Gristwood, Sarah]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Divulgación, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 2016-10-06T04:00:00+00:00


* * *

Si el bebé de Ana Bolena hubiera sido un niño, ésta habría alcanzado una posición irrefutable. Pero, con sólo una hija en la cuna, todo seguía en juego.

Sin lugar a dudas, una hija bastaba para garantizar la hostilidad implacable de Ana hacia aquellas otras madre e hija que podían interponerse en su camino y en el de Isabel. No sólo ordenó que María, la hija de Catalina, se incorporara al cortejo de Isabel como su doncella cuando se concedió a la heredera su propio séquito, siendo aún un bebé, sino que, además, indicó que, si María insistía en ser llamada princesa, los ayudantes de Isabel debían darle un coscorrón «por ser la maldita bastarda que era».

No cabe duda de que su agresividad estaba espoleada en parte por el miedo. «Ella es mi muerte, yo soy la suya», son palabras que se atribuyen a Ana. En varias ocasiones, Ana realizó gestos conciliatorios hacia María, que fueron rechazados de manera invariable, una actitud respaldada de manera activa por Catalina de Aragón. Quizá Enrique y Ana estuvieran en lo cierto cuando, por separado, ambos achacaron la tozudez de María a «su sangre española sin brida».

El 23 de marzo de 1534, irónicamente el mismo día en que el papa se pronunció extemporáneamente a favor de Catalina, el Parlamento inglés aprobó la primera Ley de Sucesión, que declaraba a Ana Bolena la esposa legítima de Enrique y a los hijos de ambos, herederos del trono. Se exigió a todos los implicados que juraran cumplirla. Mediante aquella ley, la princesa María quedó convertida en una bastarda, y madre e hija sabían que exigirían a María renunciar a su título.

«Hija, me han llegado hoy noticias que, de ser ciertas, indican que ha llegado el momento de que Dios Todopoderoso os reclame, y me alegro de ello —escribió Catalina de Aragón, en unos términos que reflejan su creencia en que sus vidas podían hallarse en peligro—. Si sentís alguna punzada, confesaos; primero, depuraos; acatad Sus mandamientos y cumplidlos en la media en la que Él tenga la gracia de permitíroslo, porque entonces estaréis armada. […] Son las tribulaciones las que permiten alcanzar el reino de los cielos».

Aquel noviembre, la Ley de Obediencia al Juramento de la Sucesión obligaba a los juramentados a «ser fieles a la reina Ana, a considerarla y tomarla como esposa legítima del rey y verdadera reina de Inglaterra y a contemplar a lady María, hija del rey y de la reina Catalina, como una bastarda, y a hacerlo sin ninguna escrupulosidad de la conciencia». Además, les exigía que abjuraran de toda «autoridad o potentado extranjero».

A finales de año, Enrique convocó al Parlamento para aprobar el Acta de Supremacía, que declaraba que Enrique VIII era y siempre había sido «la única cabeza suprema en la Tierra de la Iglesia anglicana». Enrique y Cromwell estaban decididos a aplastar a toda la oposición, pero en Ana recayó gran parte de la culpa.

El que una mujer se convirtiera en chivo expiatorio tal vez fuera la otra



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